Este post va dedicado a mi amiga Nat, que está del otro lado del mundo, del otro lado del charco (de muchos charcos, de hecho), pero que aún así está cerca, muy cerquita de casa.
Yo soy de las que tiene la fortuna de tener una casita en la playa.
A la orilla del mar, lo suficientemente cerca de la ciudad para ir a pasar una tarde y volver; pero lo suficientemente lejos para desconectarte.
A la orilla del mar, lo suficientemente cerca de la playa para que camines y te quemes un poco sólo con caminar; pero lo suficientemente lejos para que en las noches la brisa no te queme la piel del frío.
Y me fui, desde el miércoles por la noche hasta el domingo por la noche (y es que
(No hablaré de mis momentos de estrés ni de mis sueños recordatorios)
Me encanta la playa. No el mar, sino la playa.
Me encanta meter los pies en el agua, e ir poco a poco metiéndome hasta tener el agua a las rodillas.
Que me golpeen las olas, que me oxigenen la vida, que me caiga rocío en la cara.
Caminar por la orilla, viendo cómo dejas tus huellas tras de ti y cómo el mar llega y en un suspiro las borra.
Mirar el atardecer a la izquierda, mientras el agua se tiñe de naranja y tu piel absorbe los últimos minutos de calor.
Jugar con las sombras y los contraluces, hacer fotos divertidas, escuchar música.
Perderme en el sonido de las olas, dejarme llevar, ser yo.
Salir del mar con los pies limpios, para terminar llenándomelos de arena hasta que sólo se vean algunas de mis uñas pintadas de algún color extraño.
(No le pidamos mucho a las fotos, son tomadas desde mi bb que no tiene una cámara TAN buena.)
Para ti, Nat, para que te sientas un poco más cerca de casa; y para que veas que sí, había alguien del otro lado del charco, en la otra orilla, haciendo lo mismo que tú.
¡Un abrazo amiga!
Esa es la maravilla de la amistad: sin tener que decirlo, sin tener que pedirlo, en alguna parte del mundo hay una AMIGA lo haciendo lo mismo que UNA!